lunes, 19 de abril de 2010

Club de lectura

Siempre ha habido una cosa llamada "clubs de lectura".
En mi instituto formaba parte de uno. Cada miembro hacía una lista de los libros que tenía, y se ponía en común con todos los participantes. Se elaboraba así la lista de libros disponibles que luego la gente podía intercambiar con cierta facilidad sabiendo a quién debía pedirse cada ejemplar.
También hacíamos una 'carta a los reyes magos' con la lista de libros que nos apetecía leer, y nos repartíamos la compra. Así podíamos leer unas cuantas veces más lo que nuestro bolsillo y el de nuestros padres de clase media o media-baja nos permitía.
También hay que decir que esto se debía a que la denostada LOGSE nos reservaba tiempo para estas cosas en clase, y a que la biblioteca del instituto de la que debería haberse nutrido esta actividad programada era poco menos que testimonial. Pero esto no fue un gran problema para nosotros, ya que, aunque bien podríamos haber hecho este club acudiendo a las bibliotecas públicas, el hecho de intercambiar lo que sentías como tuyo con los amigos, y cambiar impresiones tras la lectura, nos daba un extra de motivación y de placer del que el préstamo en la biblioteca pública carecía.
Pero la idea en el fondo era la misma que la de la biblioteca pública, salvo que esta 'biblioteca colectiva' la formaba virtualmente una unión de bibliotecas privadas y dispersas en apartamentos de bloques de edificios clónicos, y que los ejemplares lucían multitud de nombres manuscritos de padres y hermanos en la primera página en lugar de los sellos en tinta azul de las bibliotecas. Nos aprovechábamos todos en conjunto de los libros que cada cual por separado tenía en su casa. Los profesores nos incitaban a ello y algunos nos prestaban libros suyos o nos recomendaban aquellos que creían que nos podían interesar a cada uno. Se potenciaba la lectura, la Cultura con mayúsculas, y he de decir que gracias a ello descubrí una gran cantidad de autores y relatos que me hicieron ser lo que soy; que no es que sea gran cosa, pero definitivamente es mucho más de lo que habría sido de no ser por este intercambio.

De forma menos organizada hacíamos lo mismo con cintas de cassette. Todos aspirábamos a ahorrar lo suficiente para comprarnos el último vinilo o, más tardíamente y a mayor precio, el CD de nuestro grupo favorito, pero nuestra sed adolescente de música no podía colmarse ni de lejos con nuestros nada pingües ingresos semanales. Así que hacíamos lo mismo con la música que con los libros, aunque sin listas ni préstamos registrados pendientes de devolución. La diferencia era que existía un invento maravilloso para nuestra generación llamado "radiocassette con doble pletina". De esta forma, la académicamente incentivada biblioteca de lo colectivamente accesible, se convertía por arte de Philips en fonoteca real en casa de todos y cada uno de los amigos. Todos disfrutábamos simultáneamente en nuestra casa de la música que los otros nos recomendaban y prestaban, y eso fue lo que unos 15 años después nos convirtió a todos en consumidores compulsivos de música tanto enlatada como en vivo. A algunos además, los que tenían la suerte de tener aptitudes destacadas para ello, les sirvió para dar a luz el gusanillo que les haría ser intérpretes de la suya propia.
El poder de copiar la música sólo marcaba una diferencia; la escucha inmediata del cassette almacenado en la estantería frente a la disponibilidad retardada del libro en el club de lectura. Pero el acto era esencialmente el mismo: compartíamos cultura, que entendíamos como hecha para nosotros, pues veíamos en el hecho de "publicar" el "ser propiedad de todo el público". También copiábamos en ocasiones partes selectas y escogidas de los libros, igual que copiábamos las cassettes, pero sólo cuando el coste de transcribir unas páginas con un boli bic era comparable o inferior a la motivación para hacerlo. Y esto en mi caso al menos sólo se producía si el destino de la transcripción era una jovencita que despertara el suficiente interés, y el contenido un poema o un relato de especial belleza. Esta copia manuscrita se hacía llegar de igual forma que cintas de cassette con canciones seleccionadas, y ese amor romántico juvenil parecía ser por aquel entonces la única razón por la cual valía la pena copiar un texto. Pero qué duda cabe que de haber podido copiar los libros al coste reducido en dinero y esfuerzo con el que podíamos copiar la música, todos acumularíamos a día de hoy toneladas de papel en nuestras estanterías igual que acumulábamos cintas en cajitas de plástico, y que constituían nuestro tesoro.

Años más tarde las cajitas de plástico que atiborraban nuestras estanterías cambiaron de dimensiones. Las cassettes acabaron en la basura, incluso aquellas que habíamos adquirido ya grabadas en comercios a cambio de los ingresos de varias semanas, y desaparecían de la estantería al mismo ritmo que eran reemplazadas por cajas con CDs. Muchos de estos discos eran copias compradas en tiendas de discos, con lo cual nos redimíamos de nuestro anhelo juvenil de tener los discos más codiciados, aunque algunos otros eran copias hechas por nosotros mismos tan pronto como supimos hacerlo. Lo que se quedaba en la estantería y acababa en el vertedero, en cualquier caso, tenía casi el mismo contenido, por el cual en las más queridas joyas incluso llegamos a pagar varias veces. Hoy la mayoría todavía conservamos esa segunda generación de cajas de plástico, aunque sólo sea por apego, ya que sólo escuchamos con frecuencia aquello que tenemos pasado al disco duro del ordenador y de ahí pasamos al reproductor de mp3. Pero no me cabe la menor duda de que seguirán un destino similar a las colecciones de cassettes a las que tanto esfuerzo dedicamos. Quizá sea tiempo de adelantarse y venderlos de segunda mano mientras aún se paga algo por ellos.

Nunca vi nada negativo en todo esto hasta que un antiguo rockero rebelde y transgresor venido a menos y cuya música nunca me llamó la atención quiso convencerme aparición tras aparición en los medios públicos, de que yo y millones de personas como yo, éramos unos ladrones, como poco, cuando no responsables del despido de unos cuantos miles de personas. Y no me llamaba a mí y a casi toda mi generación asesinos, supongo que porque aún no se le había ocurrido cómo argumentarlo. Aunque no habría de pasar demasiado tiempo para que una joven de anónima familia y escasas oportunidades económicas, y sin ningún apoyo de los medios y forma de ganarse la vida, casi responsabilizara a la gente como yo de su agónica situación, y de ahí por poco al hambre en el mundo. Fue entonces cuando, ante la necesidad de que en este tema se planteara intervenir el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, empecé a plantearme si no sería yo un vil malandrín que andaba robando a diestro y siniestro por ahí y sin saberlo. Pero mi educación en la era de la LOGSE debió de ser tan deficiente que no consigo ver en qué es tan diferente su tremendo problemón actual a lo que siempre se ha hecho e incluso era incentivado desde el Ministerio de Educación. Nunca cobró Freddie Mercury por las copias que yo me hacía (¡ójala hubiera podido ir a un concierto suyo!), ni Miguel Delibes por los libros que me prestaron, y no por ello tenía la sensación de robarles ni de impedirles "vivir de su trabajo". Desde entonces a las viejas glorias y jóvenes perlas artificiales se les llena la boca con su trabajo, su trabajo, y su trabajo, como si a alguno nos pareciera mal que vivieran de lo que quisieran. Lo único que no queremos es que vivan del nuestro. Pero esta diferencia por raro que parezca, cuela, y para que ellos puedan vivir de su trabajo nosotros tenemos que pagarles a esta joven y al antiguo rockero por el derecho de poder copiar hasta a Vivaldi.

Ha sucedido un cambio tecnológico de primer orden, y esto no se puede negar. Hoy se venden menos cajitas de plástico, sean con cassettes o con CDs, porque están ambos igual de obsoletos. Y el negocio por alguna razón no lo están trasladando hacia donde guía el sentido común, que es hacer el negocio donde la gente te pide que lo hagas: en Internet. En lugar de eso, gente como el antiguo rockero rebelde de estética punk nos hablan de lo importante de la propiedad y siguen queriendo cobrar por vías indirectas de quien le consume y de quien no, y va echando la culpa a la gente de sus desgracias, por los malvados actos que realizamos.
Pero bajemos al mundo real y veamos qué actos tan malvados son esos. Copiar un poema con un boli bic y enviarlo por correo no es tan distinto en cuanto al acto en sí, a hacerlo con un escáner y enviarlo en pdf por email. Y copiar un disco que te presta otra persona en una red de miles de usuarios que comparten sin intermediación de nadie, no es tan distinto a copiártelo de un amigo de tu panda del parque o de recoger el libro del club de lectura.
Esta diferencia respecto a quién haga un acto y con qué tecnología, recuerda demasiado a cuando en la época feudal podías moler trigo con dos piedrecillas siempre que no te vieran, pero no de otra manera, ya que el señor feudal tenía el derecho exclusivo a disponer de un molino al cual tenías que pagar como cliente (además de por muchas otras cosas). El uso de la tecnología estaba restringido a aquellos que el sistema legal daba la prebenda, y su negociete por supuesto estaba muy por encima del derecho a comer. Hoy con argumentos no demasiado distintos se defiende que no se pueda copiar en casa lo que otro copia en masa en una imprenta. Ahora el derecho a ganar dinero es el que está por encima al derecho a acceder a la cultura.

Algo va mal cuando la filosofía que inspira el club de lectura es un problema mundial que debe ser atajado cuanto antes.
Algo va mal cuando de repente el adolescente que copia el poema de Benedetti para enviarlo a su joven amor o que le envía por correo o email una colección de canciones es un acto equiparable al secuestro de un barco en el Océano Índico.