viernes, 31 de diciembre de 2010

El botón rojo de Bardem.

Me ha sorprendido un articulista Javier Bardem por la peor elección de comparaciones que haya visto en mi vida. Uno no sabe si no fuera por las perlas finales, si defiende una postura o su contraria, ya que sus comparaciones más que darle la razón parecen escogidas adrede para quitársela de un plumazo. A mí desde luego me ha reafirmado en las mías respecto a Internet y la propiedad intelectual, proporcionándome (supongo que sin desearlo) nuevos argumentos.
O sea, Señor Bardem: que si pudiera hacer que apareciera un tomate gratis en la nevera apretando sólo un botón... ¿sería injusto con el verdulero? ¡Por dios! ¡Sería el fin del hambre en el mundo! (y de los pesticidas, de la escasez de agua, de luchas territoriales, de...). ¿Un hombre que prefiere que el verdulero gane dinero antes de que la gente tenga para comer, tiene el valor de llamarse de izquierdas?
Y si con un botón pudiera pintar en 5 minutos y sin esfuerzo una habitación, ¿sería injusto con el pintor? ¡Viva el progresismo! (pero sin progreso, claro). Una máquina que reduciría trabajo innecesario, cansancio, tiempo... qué horror, poder hacer algo tú mismo sin esfuerzo, en vez de tener que pagar dinero y mantener el orden económico establecido, que parece que es lo más importante. Y peor aún: que pueda hacerlo igual desde el más pobre hasta el más rico: ¡hasta el más pobre se podría pintar la casa con el aparato prestado sin tener que pagar, igual que el rico!. No consigo imaginar un mundo más perverso, señor Bardem, de verdad... no quiero ni imaginar el día en que un ingeniero invente una máquina para pintar paredes sin necesidad de pintores ni rodillos.
Supongo que también la lavadora será para usted un invento horripilante que envía al paro a cientos de lavanderas, que el tan español mocho debería combatirse por ley porque permite hacer el mismo trabajo a menor coste al no tener que agacharse, con lo que eso implica en contratar a menos señoras de la limpieza, y que las fábricas, los molinos, la imprenta, o las máquinas de escribir... bueno, eso ni te cuento. ¡El fin de la civilización! ¡todos al paro!
Eso sí, no me veo yo a esta gente que dice defender usted grabando los CDs bit a bit con una lupa, ni haciendo el cine pintando cuadros con acuarela cada veinticuatroavo de segundo, sino que precisamente trabajan apretando botones que hacen tareas costosísimas de la manera más sencilla. Haciendo usted su cine apretando un botón rojo en una cámara y haciendo que una única actuación la vean millones de personas, ¿no ha hecho que ya no sean necesarios miles de actores de teatro que iban pueblo a pueblo y trabajaban cada día? ¡Es usted un peligro para la profesión de actor!
No entiendo como alguien como usted, que se considera progresista, puede ni siquiera imaginar que desarrollar la ciencia y la tecnología para ahorrar trabajo y multiplicar productos de consumo (especialmente los de mayor valor cultural) pueda ser algo negativo, y ponga precisamente el ejemplo de la comida "para que lo entendamos", cuando precisamente la imposibilidad de hacer eso (y que por tanto los bienes y recursos sean limitados) es el origen de todos los conflictos en este mundo. Es cierto que el progreso tecnológico puede ser peligroso cuando la tecnología queda en manos de unos pocos (como nos ha mostrado la historia tan a menudo), y de ahí aquella idea ilustrada de acompañar al progreso tecnológico de un progreso social. Pero precisamente Internet es un progreso tecnológico que democratiza el poder, que en vez de reunir la capacidad tecnológica en unas pocas manos, la reparte entre la población. Y ese es su peligro, y eso es lo que no gusta a cierta gente (la que tenía la capacidad tecnológica en sus manos, casualmente).
Pero sobre todo me sorprende que para querer convencernos de las bondades de la ley Sinde se centren sus defensores (perdiendo así de antemano) en si la tecnología es buena o mala, haciendo sólo referencia al p2p y no a qué propone esa ley. No hay la más mínima referencia a la ley en cuestión en ningún artículo que haya podido leer de cuantos intentan criminalizar el intercambio de archivos. ¿De verdad se cree, señor Bardem (o Savater, Marías...) que con esta ley se habrían detenido las descargas? ¿se puede ser más ingenuo? No, señores; esta ley habría supuesto quebrar la separación de poderes, cerrar unas pocas webs dejando que los acusadores hagan de jueces ante la manía de estos de no darles la razón, y darle un instrumento de control brutal al poder ejecutivo (al de ahora, y al que venga en adelante) para que pueda juntarse en un sólo órgano las funciones de acusador, juez, y ejecutor. Pero lo último que habría hecho habría sido detener las descargas, a poco que sepan ustedes qué es el p2p y cómo funciona. Fíjense en qué están ustedes defendiendo, por favor, antes de elegir bando.
De verdad, no sé qué puede nublar tanto su mente. Una máquina que acabara con el hambre en el mundo y que hiciera autosuficiente a las personas en la manera de encontrar comida, no sería una cosa mala. De verdad, piénsenlo.
Pero le propongo otro símil, Señor Bardem: imagínese que con ese botón rojo pudiera usted teletransportarse a una biblioteca y leer allí cuantos libros quisiera, estuviera usted en paro o fuera Emilio Botín; que pudiera usted asistir a la sala de idiomas de la biblioteca a aprender chino, ver películas en la sala de vídeo, o leer comics, como si estuviera allí, en la biblioteca. Totalmente gratis, como en la biblioteca pública. ¿De verdad encontraría usted esto inadmisible?
Pero no quiero ser sólo crítico, ni dejar de lado la única referencia de pasada sobre los puntos conflictivos abordados por la ley Sinde que hay en su artículo (su comentario sobre la publicidad junto a unos enlaces). Supongo que habrá usted entrado alguna vez en alguna de estas polémicas (para ustedes, no para los jueces ni para la fiscalía) páginas de enlaces y se habrá llevado las manos a la cabeza al ver publicidad junto al nombre de su película. Es usted un magnífico actor (lo digo con toda sinceridad) y no podemos exigirle que conozca los entresijos de Internet, luego no le echo en cara cierto desconocimiento sobre el tema, así que voy a intentar explicárselo con un símil como los que propone usted. Bien, Déjeme que se lo explique. Imagínese que es usted un escritor de novelas y que va a una biblioteca universitaria, y antes de la puerta se encuentra usted con un tablón de anuncios, en el que se ofrecen clases de matemáticas, un estudiante anuncia que vende su moto, otro ofrece habitación en un piso compartido, hay colgada una publicidad de una conferencia en el salón de actos, y por último se ve un descuento para estudiantes en una óptica. ¿Concluiría usted que se está prestando libros por parte de la biblioteca con ánimo de lucro, al existir esa publicidad? Después del comentario del tomate de verdad que no sabría anticipar su respuesta, pero le adelanto que el resto de la humanidad no lo vemos así. Prestar libros con ánimo de lucro y sin la debida compensación ya sería ilegal, sin ley Sinde, lo que ocurre es que como creo que usted puede comprender, una cosa es la biblioteca, y otra el tablón de anuncios, por el cual la biblioteca no obtiene ningún lucro. ¿Concluiría usted que los estudiantes que ponen carteles publicitarios con evidente ánimo de lucro (vender su moto, por ejemplo) se están lucrando con el préstamo de libros, al poner los anuncios antes de entrar en la sala? Al fin y al cabo la gente que ve sus anuncios, lo hace porque se dirige a la biblioteca para sacar libros sin pagar. Pero de nuevo separemos qué hace la biblioteca, y qué hace el que cuelga un anuncio, el cual no presta ningún libro y tiene todo el derecho del mundo a poner cuantos anuncios desee. Uno está dentro de una sala, y otro fuera. Pues esto, aunque a usted le parezca inverosímil, es lo que hacen las páginas de enlaces que la Ley Sinde ha puesto en el punto de mira. Y esa y no otra es la razón por la que sistemáticamente los jueces han determinado que no incumplen ninguna ley en defensa de la propiedad intelectual.
La ley ya persigue al que roba, lo que sucede es que ir a una biblioteca no es un robo, señor Bardem, y colgar anuncios en un camino que dirige a la biblioteca, tampoco. Si alguna vez me he bajado una película suya, usted no ha dejado de tener nada que antes tuviera, que es la condición indispensable para el robo. No sé si podríamos decir lo mismo en cuanto e impuestos y subvenciones.
Ya lo dice el refranero: "Piensa el ladrón..."

lunes, 19 de abril de 2010

Club de lectura

Siempre ha habido una cosa llamada "clubs de lectura".
En mi instituto formaba parte de uno. Cada miembro hacía una lista de los libros que tenía, y se ponía en común con todos los participantes. Se elaboraba así la lista de libros disponibles que luego la gente podía intercambiar con cierta facilidad sabiendo a quién debía pedirse cada ejemplar.
También hacíamos una 'carta a los reyes magos' con la lista de libros que nos apetecía leer, y nos repartíamos la compra. Así podíamos leer unas cuantas veces más lo que nuestro bolsillo y el de nuestros padres de clase media o media-baja nos permitía.
También hay que decir que esto se debía a que la denostada LOGSE nos reservaba tiempo para estas cosas en clase, y a que la biblioteca del instituto de la que debería haberse nutrido esta actividad programada era poco menos que testimonial. Pero esto no fue un gran problema para nosotros, ya que, aunque bien podríamos haber hecho este club acudiendo a las bibliotecas públicas, el hecho de intercambiar lo que sentías como tuyo con los amigos, y cambiar impresiones tras la lectura, nos daba un extra de motivación y de placer del que el préstamo en la biblioteca pública carecía.
Pero la idea en el fondo era la misma que la de la biblioteca pública, salvo que esta 'biblioteca colectiva' la formaba virtualmente una unión de bibliotecas privadas y dispersas en apartamentos de bloques de edificios clónicos, y que los ejemplares lucían multitud de nombres manuscritos de padres y hermanos en la primera página en lugar de los sellos en tinta azul de las bibliotecas. Nos aprovechábamos todos en conjunto de los libros que cada cual por separado tenía en su casa. Los profesores nos incitaban a ello y algunos nos prestaban libros suyos o nos recomendaban aquellos que creían que nos podían interesar a cada uno. Se potenciaba la lectura, la Cultura con mayúsculas, y he de decir que gracias a ello descubrí una gran cantidad de autores y relatos que me hicieron ser lo que soy; que no es que sea gran cosa, pero definitivamente es mucho más de lo que habría sido de no ser por este intercambio.

De forma menos organizada hacíamos lo mismo con cintas de cassette. Todos aspirábamos a ahorrar lo suficiente para comprarnos el último vinilo o, más tardíamente y a mayor precio, el CD de nuestro grupo favorito, pero nuestra sed adolescente de música no podía colmarse ni de lejos con nuestros nada pingües ingresos semanales. Así que hacíamos lo mismo con la música que con los libros, aunque sin listas ni préstamos registrados pendientes de devolución. La diferencia era que existía un invento maravilloso para nuestra generación llamado "radiocassette con doble pletina". De esta forma, la académicamente incentivada biblioteca de lo colectivamente accesible, se convertía por arte de Philips en fonoteca real en casa de todos y cada uno de los amigos. Todos disfrutábamos simultáneamente en nuestra casa de la música que los otros nos recomendaban y prestaban, y eso fue lo que unos 15 años después nos convirtió a todos en consumidores compulsivos de música tanto enlatada como en vivo. A algunos además, los que tenían la suerte de tener aptitudes destacadas para ello, les sirvió para dar a luz el gusanillo que les haría ser intérpretes de la suya propia.
El poder de copiar la música sólo marcaba una diferencia; la escucha inmediata del cassette almacenado en la estantería frente a la disponibilidad retardada del libro en el club de lectura. Pero el acto era esencialmente el mismo: compartíamos cultura, que entendíamos como hecha para nosotros, pues veíamos en el hecho de "publicar" el "ser propiedad de todo el público". También copiábamos en ocasiones partes selectas y escogidas de los libros, igual que copiábamos las cassettes, pero sólo cuando el coste de transcribir unas páginas con un boli bic era comparable o inferior a la motivación para hacerlo. Y esto en mi caso al menos sólo se producía si el destino de la transcripción era una jovencita que despertara el suficiente interés, y el contenido un poema o un relato de especial belleza. Esta copia manuscrita se hacía llegar de igual forma que cintas de cassette con canciones seleccionadas, y ese amor romántico juvenil parecía ser por aquel entonces la única razón por la cual valía la pena copiar un texto. Pero qué duda cabe que de haber podido copiar los libros al coste reducido en dinero y esfuerzo con el que podíamos copiar la música, todos acumularíamos a día de hoy toneladas de papel en nuestras estanterías igual que acumulábamos cintas en cajitas de plástico, y que constituían nuestro tesoro.

Años más tarde las cajitas de plástico que atiborraban nuestras estanterías cambiaron de dimensiones. Las cassettes acabaron en la basura, incluso aquellas que habíamos adquirido ya grabadas en comercios a cambio de los ingresos de varias semanas, y desaparecían de la estantería al mismo ritmo que eran reemplazadas por cajas con CDs. Muchos de estos discos eran copias compradas en tiendas de discos, con lo cual nos redimíamos de nuestro anhelo juvenil de tener los discos más codiciados, aunque algunos otros eran copias hechas por nosotros mismos tan pronto como supimos hacerlo. Lo que se quedaba en la estantería y acababa en el vertedero, en cualquier caso, tenía casi el mismo contenido, por el cual en las más queridas joyas incluso llegamos a pagar varias veces. Hoy la mayoría todavía conservamos esa segunda generación de cajas de plástico, aunque sólo sea por apego, ya que sólo escuchamos con frecuencia aquello que tenemos pasado al disco duro del ordenador y de ahí pasamos al reproductor de mp3. Pero no me cabe la menor duda de que seguirán un destino similar a las colecciones de cassettes a las que tanto esfuerzo dedicamos. Quizá sea tiempo de adelantarse y venderlos de segunda mano mientras aún se paga algo por ellos.

Nunca vi nada negativo en todo esto hasta que un antiguo rockero rebelde y transgresor venido a menos y cuya música nunca me llamó la atención quiso convencerme aparición tras aparición en los medios públicos, de que yo y millones de personas como yo, éramos unos ladrones, como poco, cuando no responsables del despido de unos cuantos miles de personas. Y no me llamaba a mí y a casi toda mi generación asesinos, supongo que porque aún no se le había ocurrido cómo argumentarlo. Aunque no habría de pasar demasiado tiempo para que una joven de anónima familia y escasas oportunidades económicas, y sin ningún apoyo de los medios y forma de ganarse la vida, casi responsabilizara a la gente como yo de su agónica situación, y de ahí por poco al hambre en el mundo. Fue entonces cuando, ante la necesidad de que en este tema se planteara intervenir el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, empecé a plantearme si no sería yo un vil malandrín que andaba robando a diestro y siniestro por ahí y sin saberlo. Pero mi educación en la era de la LOGSE debió de ser tan deficiente que no consigo ver en qué es tan diferente su tremendo problemón actual a lo que siempre se ha hecho e incluso era incentivado desde el Ministerio de Educación. Nunca cobró Freddie Mercury por las copias que yo me hacía (¡ójala hubiera podido ir a un concierto suyo!), ni Miguel Delibes por los libros que me prestaron, y no por ello tenía la sensación de robarles ni de impedirles "vivir de su trabajo". Desde entonces a las viejas glorias y jóvenes perlas artificiales se les llena la boca con su trabajo, su trabajo, y su trabajo, como si a alguno nos pareciera mal que vivieran de lo que quisieran. Lo único que no queremos es que vivan del nuestro. Pero esta diferencia por raro que parezca, cuela, y para que ellos puedan vivir de su trabajo nosotros tenemos que pagarles a esta joven y al antiguo rockero por el derecho de poder copiar hasta a Vivaldi.

Ha sucedido un cambio tecnológico de primer orden, y esto no se puede negar. Hoy se venden menos cajitas de plástico, sean con cassettes o con CDs, porque están ambos igual de obsoletos. Y el negocio por alguna razón no lo están trasladando hacia donde guía el sentido común, que es hacer el negocio donde la gente te pide que lo hagas: en Internet. En lugar de eso, gente como el antiguo rockero rebelde de estética punk nos hablan de lo importante de la propiedad y siguen queriendo cobrar por vías indirectas de quien le consume y de quien no, y va echando la culpa a la gente de sus desgracias, por los malvados actos que realizamos.
Pero bajemos al mundo real y veamos qué actos tan malvados son esos. Copiar un poema con un boli bic y enviarlo por correo no es tan distinto en cuanto al acto en sí, a hacerlo con un escáner y enviarlo en pdf por email. Y copiar un disco que te presta otra persona en una red de miles de usuarios que comparten sin intermediación de nadie, no es tan distinto a copiártelo de un amigo de tu panda del parque o de recoger el libro del club de lectura.
Esta diferencia respecto a quién haga un acto y con qué tecnología, recuerda demasiado a cuando en la época feudal podías moler trigo con dos piedrecillas siempre que no te vieran, pero no de otra manera, ya que el señor feudal tenía el derecho exclusivo a disponer de un molino al cual tenías que pagar como cliente (además de por muchas otras cosas). El uso de la tecnología estaba restringido a aquellos que el sistema legal daba la prebenda, y su negociete por supuesto estaba muy por encima del derecho a comer. Hoy con argumentos no demasiado distintos se defiende que no se pueda copiar en casa lo que otro copia en masa en una imprenta. Ahora el derecho a ganar dinero es el que está por encima al derecho a acceder a la cultura.

Algo va mal cuando la filosofía que inspira el club de lectura es un problema mundial que debe ser atajado cuanto antes.
Algo va mal cuando de repente el adolescente que copia el poema de Benedetti para enviarlo a su joven amor o que le envía por correo o email una colección de canciones es un acto equiparable al secuestro de un barco en el Océano Índico.